Y de repente la vida nos da una
cachetada, nos deja inmóviles, quietos, expectantes, dudosos, frenéticos… queriendo.
Sintiendo intensidades que
transitan nuestro cuerpo, que te viene, que te llega, que te llena, que te
invade. No hay consuelo, ni contención para abarcar dicha intensidad que
desborda al cuerpo, conmueve los significantes, te transforma.
Te transforma.
Si la vida me ha enseñado algo a lo
largo del tiempo, y las experiencias, es que nunca sentimos el mismo amor dos
veces. Siempre la sensación, así como la experiencia es distinta, el amor se
hace diferente, uno se posiciona diferente, las edades son diferentes, la vida
que curte nuestra piel, no es la misma en un punto que en otro.
Todas las formas de amar son
distintas, el amor es tan amplio e inmenso, que no permite la reducción a una
sola clasificación. Es puramente subjetivo.
Incluso el que lo siente, desconoce si los demás
lo experimentan igual, mejor o peor.
Ningún tipo de amor, es mejor o
peor, es solo distinto.
Tocar un cuerpo no es lo mismo que
tocar otro después. Ninguna personas es la misma dos veces. Ni antes de amar,
ni después de haber amado.
El amor construye experiencias, la
experiencia la formas de transitar la vida. La vida construye formas de
subjetividad, de racionalidad, para poner en palabras aquello que desborda,
aquello que traspasa hasta el azar.
De nada sirve buscar un amor que
reproduzca uno anterior. El amor tiene tantas múltiples formas, que pensar en
que nunca más vamos a sentir un sentimiento igual, es absolutamente cierto, eso
no quiere decir que no sintamos algo mejor, o más intenso, o como dije antes,
distinto.
Cuando pensamos que la vida no
puede darnos más intensidad, la misma nos sorprende, y debemos dejar atraparnos
por la maravillosa magia de la sorpresa.
La vida es así, permeable al
tiempo. Permanente a la experiencia, inherente a ella en múltiples maneras. Incluso
al respirar el aire es diferente, porque nosotros ya no somos los mismos.
Pero el amor te trasforma más que
cualquier otra cosa, más que el tiempo, la vida, los años. Cada experiencia te
deja una huella, cada huella una cicatriz, cada cicatriz cuenta una historia,
una historia de amor, o desamor, que al fin es lo mismo, deja la experiencia de
sentir.
Transitar el sentimiento de aquello
que deja huellas, con miedo, con inseguridades, con alivio, con fragilidad, con
todo a lo que nos expone el hecho de sentir.
Pero a pesar del resultado, haber
sentido es lo mejor del juego.
Y la experiencia es el resabio de
la vida, de lo que hacemos alarde, o de lo que hacemos cicatriz.
La vida al igual que el amor no es más
que un conjunto de experiencias, y sin embargo es todo eso, aquello que llena
de vida al amor, y de amor a la vida.
Nada más, y nada menos.
Hacer el amor es siempre distinto,
porque cada cuerpo tiene una diferente velocidad, variedad, mirada, dedos,
espaldas, brazos, coxis, ombligo, sabor. Y nuestras posturas, maneras, modos, también
son distintos. Nunca se es la misma persona al hacer el amor; cada día, en cada hora, hemos crecido un poco,
adquirido algo más de sabiduría, de
experiencia, de arrugas, de manchas, de heridas. Nunca se hace el amor dos
veces con la misma persona. Ni uno es la misma persona haciendo el amor.
Hay una dinámica en los cuerpos, en
las miradas, en los brillos, en los gestos, nunca seremos iguales que la hora anterior,
ni una hora después volveremos a ser los mismos.
También se podría preguntar si
hacer el amor es con los cuerpos, con sus partes, o con una historia que habita
un ser. Con sus miedos, sus costumbres, sus virtudes, sus falencias… cuando se
recorre un cuerpo se recorre a la vida que habita en el.
Cuando se miran dos ojos, se mira
un alma, un brillo, algo que traspasa la retina y te retiene.
Hay tanto más para ver en eso que
vemos, tanto más para tocar en eso que tocamos. Atravesar la piel con los dedos
para sentir la historia.
Amar es todo aquello que no dejas
huellas en la piel, ni tampoco la toca.