"Jamás cruzaron palabra. Pero eso le bastó para vivir en ella y por ella.Sin esperar recompensa."

Lautaro se despertó con ese calor sofocante que le comprimía la garganta todas las mañanas. Otra vez la había soñado, ni frágil, ni fuerte, ni feliz, ni triste… siempre era su imagen paralizada a traves del tiempo. Jamás la tocaba, y jamás se hubiera animado a hacerlo. Se destapó y corrió las sabanas, sabiendo que ese malestar general pasaría en unos minutos, cuando se hubiera ido a lavar los dientes, y pasara la etapa de mirarse las arrugas en el espejo. Su imagen se disiparía como si nunca hubiera pasado la noche con él en su cabeza.
Lo que podía hacer el amor, aunque sabía que no la amaba. Simplemente la adoraba, la idolatraba como a una virgen, como a una Diosa, como algo fuera de la tierra, fuera de lo humano, ella era inhumana. Era simplemente ella, era miel, musa, y casi hasta la mujer a la que le rezaba todas las noches pidiéndole clemencia por su propio amor. Aunque él sabía que no la amaba.
Impresiona como pueden engañar los ojos. Como aquel mirarla desde la cuadra de enfrente, como observarla desde su ventana colgando la ropa recién lavada, como viéndola cruzar la calle, subir las escaleras, haciendo círculos mágicos con sus delicadas manos al hablar, podían alcanzarle para vivir en su imagen hasta que los sucumbidos de su corazón decidieran dejarlo morir.
Su amor no podía menguar ni transformarse, no podía ser engañado, ni matado, ni vengado, ni reemplazado, no podía ser condenado al olvido, ni siquiera podía vivir. Era una brisa que no podía convertirse en viento, pero tampoco desaparecer. Era algo por lo que hubiera matado sin nacer.
Se retorció en la cama, y se odió por no poder suplantar prontamente ese sueño, que más que sueño era una pesadilla o un consuelo. ¿Ella había soñado lo mismo?... ¿acaso los sueños eran simples manifestaciones de nuestros pensares cotidianos, represiones, bloqueos, o eran puntos de encuentro para las almas que se pertenecían en la tierra? Ella no lo había soñado, ni lo soñaría, ¿para qué pensar? Ni hoy ni mañana le diría, jamás le diría nada, nunca. Era un amor sin recompensa y él lo entendía así. Implicarse, confesarse, amarse era condenar el amor al riesgo de perderse. Al fracaso, al descuido, a la vaporización de ideas, y musas y flores. Era condenarse y no lo haría. La amaría en silencio por siempre y para siempre pero amaría al final. Y viviría como moriría… amándola.
Ni siquiera conocía sus gustos, sus encantos, sus caprichos, sólo sabía que era ella. Hay una única mujer/alma que nos completa y es singular no plural. Una única mujer que juntaba todas las virtudes que un hombre soñaba… así que no podía ser otra más que ella. Prefería amarla desde lejos, que amarla y perderla y no amarla otra vez. Era demasiado el riesgo, demasiado al dolor que la expondría, demasiado y triste para los dos.
Tosió y se reincorporó. Sabiendo que el día había comenzado. Y se marchó.
Impresiona como pueden engañar los ojos. Como aquel mirarla desde la cuadra de enfrente, como observarla desde su ventana colgando la ropa recién lavada, como viéndola cruzar la calle, subir las escaleras, haciendo círculos mágicos con sus delicadas manos al hablar podían alcanzarle para vivir en su imagen hasta que los sucumbidos de su corazón decidieran dejarlo morir...
Sin saber que ella estaba haciendo lo mismo.
Dai.
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